martes, 17 de febrero de 2009

LA MALA EDUCACION

El escritor argentino Jorge Luis Borges aseguraba haber leído, una a una, todas las definiciones que contiene la Enciclopedia Británica y afirmaba que era una de las mejores maneras para culturizarse. Lo afirmaba cuando los diccionarios aun eran libros útiles para combatir errores léxicos y ortográficos.
Con las nuevas tecnologías los diccionarios han caído en desuso y la mayoría prefiere corroborar sus dudas a través del google con el peligro inherente de confundir una palabra con otra si te olvidas una sola letra antes de pulsar el enter. Tal vez por ello, muchas palabras han perdido su definición o simplemente la han aletargado.
En los diccionarios clásicos, Educación se define como “el proceso de socialización y aprendizaje encaminado al desarrollo intelectual y ético de una persona”. Se trata de una premisa que algunos políticos nunca han hecho suya y ni tan siquiera se han molestado en analizarla. Me refiero a todos esos políticos que oyen, pero no escuchan, a los que no dejan hablar e insultan, a los que tienen que servir a los ciudadanos y claudican a la demagogia por un puñado de votos. Me refiero a la clase política que nunca ha tenido clase y que debería volver a las aulas para aprender civismo, me refiero a los que confunden abstención con abstinencia o el voto en blanco con un detergente de lavadora.
Muchos de esos cargos electos combaten programas de telebasura para apartarlos del horario infantil, pero no se dan por aludidos cuando aparecen en los informativos o en las poltronas de las ágoras públicas comportándose como energúmenos. Son el espejo en el que se miran los que gritan en los atascos o los que se divierten destrozando el mobiliario urbano. Son el sinónimo de los que se ríen de la torpeza de un anciano, de los que se cuelan en la caja del supermercado sin esperar su turno y de los que se sienten orgullosos de meterse con la madre de un árbitro en un campo de fútbol. Sirven de coartada a periodistas soeces, a comunicadores incomunicados anacoretas de sus propias frustraciones.
Hay que acabar con la resignación de que tenemos los políticos que nos merecemos y decirles a la cara que no van a contar con nosotros para ningún decreto ley que pretenda cambiar el concepto de educación que figura en los diccionarios. El concepto sigue vigente y tienen la responsabilidad de aplicarlo y aplicárselo, tienen la responsabilidad de transmitir sus valores intrínsecos, la responsabilidad de ser responsables. Somos los ciudadanos los que tenemos que marcar el tempo de sus obligaciones y, por lo tanto, hay que exigirles que cumplan con su obligación sin que se atribuyan derechos que no les corresponde.
Los políticos no tienen derecho a crispar y tienen que facilitar la convivencia y si no están capacitados para ello que se quiten la máscara, que se rasguen los ojos, engorden, se atavíen con un gran tanga y se dediquen al sumo. Dormirán mas tranquilos y no nos harán cómplices de sus pesadillas. Las nuestras, nuestras pesadillas, se alimentan de sus comportamientos, de sus malas compañías, de sus mentiras, de sus miserias y, en definitiva, de su desvergüenza.
Ningún político mal educado merece nuestro voto, ninguno de ellos merece nuestra confianza.

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