miércoles, 18 de febrero de 2009

INSTINTO BASICO

Soy un adicto al mando a distancia. Reconozco públicamente mi adicción a pesar de las grandes discusiones familiares que ello provoca, pero se mantiene en el subconsciente aquella época, en blanco y negro, en la que solo tenía disponible una cadena de televisión.
La del mando a distancia, como todas las adicciones compulsivas, tiene muchos inconvenientes, pero también ofrece algunas ventajas. Una de ellas es ver, de refilón, programas no previstos en la agenda.
El otro día, en pleno subidón digital caí en las redes de un espectáculo tradicional al que algunos califican como fiesta nacional y otros como intolerable y ofensivo.
La verdad es que siempre he pensado que no hay ninguna necesidad de divertirse viendo como se desangra un animal, pero menos aun hasta donde puede llegar la barbarie humana incluso con los suyos.
Estaba el torero frente a la bestia en plena faena cuando, de repente, el vitorino de turno engancha al maestro por la entrepierna, lo revolotea y lo lanza a la arena cayendo de bruces con su traje de luces. Mientras el respetable se lleva las manos a la cabeza y los subalternos desvían la atención del toro, el torero se levanta mostrando su aparente valentía y mostrando también un testículo.
Como el honor es el honor, el torero cubre sus partes con el capote y como un épico gladiador romano marcha, por sus propios pies, hacia la enfermería cuyas puertas se cierran a cal y canto quedando custodiadas por dos policías nacionales.
Al poco rato, sale un medico o alguien parecido y explica ante las cámaras de televisión que “el toro le ha desgarrado un testículo, pero ahora vamos a coserle y esperamos que vuelva a salir al ruedo porque el maestro esta muy animado y no quiere defraudar a su público”.
Dejo a un lado mi adicción al mando a distancia y me mantengo, absolutamente fijo e incrédulo en el mismo canal. Por momentos, intento imaginar el dolor que está sufriendo ese hombre tumbado en una mesa y con solo imaginarlo se me pone la piel, la piel y los huevos de gallina.
Mientras tanto, el público sigue en la plaza esperando, esperando amortizar su entrada aun a costa de la estupidez humana, esperando que el valor de la supuesta fiesta alcance su máximo.
El Ibex de los valores humanos está en decadencia y la crisis que le afecta no es simplemente cíclica. Nos enfrentamos a una crisis de identidad colectiva, casi existencial, en la que todo vale y nada sirve, en la que no nos puede afectar ver a alguien muriéndose en una acera si pagamos en la reventa para ver como le revientan los genitales a un pobre hombre vestido con lentejuelas.
Y el toro sigue ahí sin entender nada de lo que pasa, mirándonos con asombro, valiéndose única y exclusivamente del instinto, el instinto básico que hemos perdido y que hemos acabado confundiendo con los muslos entreabiertos de una famosa actriz. Pero el instinto, el instinto de verdad es el que nos debería proteger de lo que no tiene sentido o como dice el proverbio “el instinto es mas fuerte que la educación”.

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