Como cada día la vio pasar. Tenía
por costumbre correr las cortinas a las ocho en punto. La ventana, justo
enfrente del puente, un puente solitario en el que se podían oir los pasos del
tiempo, los pasos dados, los pasitos por dar. La ventana con los cristales casi
siempre mojados y en los que, en invierno, dibujaba canciones olvidadas.
Y, como cada día, la vio pasar. Siempre la veía, pero nunca la
había mirado hasta esa mañana en la que de repente descubrió que la chica del
vestido negro era la esencia de la belleza. Apoyo su nariz en la cristalera y
se quedó absorto intentando percibir cada detalle.
Un día le miraba los ojos,
al siguiente los labios, al otro las manos y así continuo con el pelo
desenfadado, las mejillas sonrosadas por la escarcha y los pies que sorteaban
de puntillas cualquier resto de la noche helada.
Precisamente las noches
dejaron de tener sentido para el. Solo esperaba que apasionadamente llegara la
hora en la que ella recorrería los pocos metros que separaban los dos márgenes
del rio.
Hacía tiempo que había
renunciado a los sentimientos, pero el repetitivo contoneo de la joven le hizo
rebuscar los viejos escritos, esos escritos en los que, cuando era feliz,
tonteaba con las palabras y las hacia bailar. Y, aun sin saber nada de la joven,
pensó que regalarle sus palabras podría ser el primer paso para que en algún
momento girara levemente la cabeza y también ella viera que la miraba.
Su rutina dio un vuelco y , tras
escoger detenidamente entre los viejos cuentos guardados, cada mañana se
despertaba antes de las ocho, salía a la calle camuflado entre la niebla y
depositaba una hoja en el suelo. La dejaba recostada bajo una piedra en el
mismo inicio del puente.
Los días fueron pasando,
pero la pequeña bandida en ningún momento hizo gesto alguno de curiosidad hacia
esos folios que una mañana y otra también, se fueron escapando con el viento,
borrando con la lluvia o acabando como simples avioncitos de papel.
Mientras todo eso ocurría,
el seguía apoyando su nariz en los cristales con tanta intensidad que incluso
un día llego a olerla. Sin embargo, poco a poco, se le fueron acabando los
cuentos, los versos, las fabulas, las frases hechas y las deshechas, las
declaraciones de amor y desamor, las epístolas, los salmos… se quedó sin nada
que ofrecerle. Nada había servido para nada, seguiría viéndola pasar cada
mañana bajo su ventana, pero nada mas, ni nada menos, seguiría mirándola, pero
como siempre desde lejos.
Así pues, una vez mas, como
cada día la vio pasar. La piedra del puente ya no acurrucaba ningún escrito,
estaba allí impasible, fría, vacía. Y la joven pasó, pasó pausadamente, se
agachó, cogió la piedra, la palpo detenidamente y en un visto y no visto, giro
su cabeza hacia la ventana y sonrió, sonrió mirándole fijamente a los ojos.
Desde entonces, como cada día,
el la ve pasar y la mira. Y ella, ella también.
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