Pertenezco a una generación en la que el
miedo servía como arma de destrucción educativa para niños y adolescentes. La
amenaza de encerrarte en el cuarto de las ratas, los dientes que se caerían por
decir mentiras, la trágica premonición de quedarte ciego por abusar de la masturbación,
el demonio y sus calderas, en constante ebullición, esperando tus errores y,
sobre todo, ese enigmático, perverso y oscuro personaje del hombre del saco que
podía secuestrarte de noche y en silencio, con mucho silencio.
Hay quien aun no ha superado esos miedos
y siguen aferrados en su subconsciente impidiéndoles deshacerse de prejuicios
que les perseguirán toda la vida. Unos prejuicios que no les dejan actuar con
la libertad que se merece todo ser humano.
Aceptando que tengo muchos defectos,
conocidos y por conocer, me avala la virtud de no dejarme acongojar por
sortilegios populares, animadversiones de gente toxica o dimes y diretes mas o
menos apocalípticos. Sin embargo, a raíz del accidente del avión de los Alpes
ha rebrotado en mí una sensación extraña. Tenía superado al hombre del saco y
me he horrorizado al comprobar la existencia real del hombre del asco.
Aún no habían pasado ni cinco minutos de
la noticia del accidente aéreo cuando en Twitter empezaron a correr comentarios
del tipo: ”ojala todos los muertos sean catalanes” o “no hagamos un drama, que
en el avión iban catalanes, no personas”.
Las autoridades policiales se han
comprometido públicamente a investigar este tipo de actitudes, pero con la
investigación no basta. Recientemente, un rapero era condenado a dos años de
cárcel por calumniar al Rey. Se puede estar de acuerdo o no, pero así lo
establece la ley y, por lo tanto, esa misma ley tiene que servir para tipificar
la catalanofobia como una incitación al odio xenófobo porque, independentistas
o no, los catalanes merecemos, como mínimo, el mismo respeto que se reclama
jurídicamente para el monarca.
Y tampoco basta con reflexiones
legalistas. El bochorno provocado por los hombres del asco 2.0 debería
encender las alarmas en una sociedad en la que nos mostramos indignados
por la lapidación de una mujer afgana, falsamente acusada de quemar versos del Corán,
mientras nos permitimos hacer gracias con la desgracia ajena. Tennessee
Williams escribió que “creo que el odio solo puede existir en ausencia de toda
inteligencia”.
Culpables de esta falta de inteligencia,
como las meigas, haberlos hailos y ninguno de nosotros está a salvo de su parte
de culpabilidad, pero el mayor caldo de cultivo de este incalificable proceder
esta en personajes públicos que, pensando que
todo vale para aguantar su negocio político o mediático, hacen oídos sordos
y apagan los incendios con gasolina.
Cuando nos daremos cuenta de donde nos
hemos metido será demasiado tarde y entonces nos lamentaremos, pero seremos
fagocitados por nuestros propios insultos. Como decía Kundera “En la vida todo lo que
elegimos por su levedad no tarda en revelar su propio peso insoportable”.
Alguien debería empezar a echar
lastre.